Por: Mariángel Marco Teja
Ursulina de Jesús
Edmonton, Canadá, 12 de noviembre de 2019
La trascendencia del sínodo amazónico se hará evidente con el tiempo. Sin duda será luz que guíe los pasos que la Iglesia está llamada a dar en el futuro inmediato. Pero hay un campo en el que salta a la vista la novedad y apertura, y es el tema mujer. Acostumbradas a la invisibilización y la falta de valoración, el documento final del sínodo es una bocanada de aire fresco que nos yergue y nos hace sentir llenas de vida, con futuro de dignidad posible.
Este sínodo no se explica sin el precedente de la Laudato Sí. En esta encíclica queda constancia de la valoración a los pueblos indígenas y la invitación a aprender de su bagaje cultural. El documento final del sínodo recoge que “la sabiduría de los pueblos ancestrales afirma que la madre tierra tiene rostro femenino” (n° 101). La divinidad también. Dios, por supuesto, no tiene sexo, pero nuestra forma de representarlo habla de nosotros y nosotras como sociedad. La primera forma de imaginar a Dios fue en femenino, ante el asombro de la capacidad de dar vida. Hasta donde se conoce, es algo común a todas las culturas. La posterior masculinización de lo divino derivó en la “cultura religiosa patriarcal”. El ecofeminismo nos ilumina para ver que la opresión de las mujeres y la devastación del planeta son dos formas de violencia que se refuerzan. Como Mary Judith Ress afirma, “después de haber sido ambas –las mujeres y la tierra- fuente de vida, hemos llegado a ser recursos para ser usados –y abusados- como la estructura de poder lo desee”. La superación de los valores machistas, tan normalizados, redundará en liberación para las mujeres y para la naturaleza. El sínodo reconoce a las mujeres como guardianas de la creación (n° 102), algo tan evidente en los pueblos amazónicos. Y cuán importante es identificar a Dios también con lo femenino. Así lo subraya Daniela Andrade, responsable de comunicación de la REPAM, pues lo simbólico se vuelve cotidiano.
Si Evangelio es buena noticia, tiene que serlo también para las mujeres de un modo efectivo. Y así fue, las mujeres encontraron en Jesús liberación. Ellas formaron parte de su grupo de seguidores más cercanos y jugaron un papel destacado entre los primeros evangelizadores. El n° 102 del documento final del sínodo reconoce la ministerialidad que Jesús reservó a las mujeres. Esta es una realidad que se intenta tapar con mil discursos, pero que ha quedado recogida en los textos neotestamentarios a pesar de que los redactores estaban totalmente imbuidos de la cultura patriarcal. La solicitud solapada a la reapertura de la comisión de estudio del diaconado femenino que se hace en el n°103 tiene su fundamento en esta constatación.
Cuán oxigenante es leer que para la Iglesia amazónica es urgente que se promuevan y se confieran ministerios para hombres y mujeres de forma equitativa (N°95). Y ello en base a la igual dignidad bautismal. Debería ser lo obvio, pero no lo es. Reiteradamente Jesús muestra su preferencia para encarnarse en los márgenes. Y nuestra liberación está en situarnos solidariamente junto a quienes allí están, porque sólo desde ellos podremos acercarnos a la verdad, a la justa medida de las cosas. La periferia, la Amazonía, es la que pone en su agenda como urgente esa equidad básica entre varones y mujeres, que debería ser prioridad y urgencia para toda la Iglesia universal.
Entre los ministerios a desarrollar, el n°102 pide reconocer el ministerio de la mujer dirigente de la comunidad. Se trata de constatar la realidad. Pero tiene de avance el que sea visibilizado con reconocimiento oficial, honorado públicamente. Desgraciadamente las mujeres estamos tan acostumbradas a servir en lo oculto, sin reconocimiento ni valoración pública, que no reclamamos. Y esta actitud es injusta para el conjunto de las mujeres, pues la invisibilización forma parte del caldo de cultivo del menosprecio, que deriva en tantas formas de violencia contra la mujer.
En este mismo n°102, el documento reconoce la violencia que sufren las mujeres a nivel físico (la violencia contra la mujer está normalizada en muchas zonas geográficas, entre ellas América Latina), a nivel moral (cuántas veces se ha dicho a las mujeres que deben aguantar los malos tratos porque es la cruz que Dios les ha dado), y a nivel religioso. Es novedoso y muy de valorar que se señale este último nivel. Personalmente me fue muy clarificadora la reflexión de María López Vigil a partir del titular que leyó: “Donde Dios es varón, los varones se creen dioses”. El patriarcado religioso se basa en el supuesto de la masculinidad sagrada, que apela al carácter varonil de Dios para convertir al hombre en único representante y portavoz de la divinidad. María Vigil sugiere que ahí está la raíz de la discriminación y la violencia de los hombres sobre las mujeres. Y mientras esa raíz permanezca oculta e intocada, seguiremos sufriendo la normalización de la discriminación y la violencia. Sin una condena radical de la violencia contra la mujer como la que se hace en este documento, la Iglesia no será creíble. Ojalá la práctica consecuente sea en los tres niveles mencionados.
En este camino por andar hacia la igualdad, se señala en el mismo n°102 la necesidad de potenciar la formación de las mujeres. Muchas mujeres ya están formadas y capacitadas para el liderazgo, pero muchas otras han visto violado su derecho a la formación, no ofreciéndoseles o negándoseles. Sí, queremos participar en espacios de formación, no de deformación. Para ello un primer paso es que en el magisterio haya, al menos, paridad en el profesorado, es decir, que el 50% del profesorado sean mujeres. De otra forma, corremos el peligro de repetir adoctrinamiento.
El Papa manifestaba en la clausura del sínodo que lo que se dice de la mujer en el documento final se queda corto, y diagnosticaba que la Iglesia todavía no se ha dado cuenta de lo que significa la mujer en ella, pues la cuestión va mucho más allá de la funcionalidad. Como mínimos, el n°101 pide que las mujeres sean consultadas y tomen parte en la toma de decisiones, de modo que puedan contribuir con su sensibilidad a la sinodalidad eclesial. Se solicita que se refuerce su participación en los consejos pastorales de parroquias y diócesis, incluso en instancias de gobierno. Un lenguaje tan cauteloso es signo de la enorme diferencia que hay con la realidad actual y una concesión a la necesidad de dar pasos progresivos. Pero sin pausa.
Para mí, una de las partes más bellas del documento es la expresión del deseo de que la Iglesia sea magdalena (n° 22), que se sienta amada y reconciliada, que anuncie con gozo y convicción a Cristo crucificado y resucitado. Qué importancia tiene esta visibilización de una referencia femenina para toda la Iglesia. El nombrar tan centralmente a María Magdalena es honrarla, darle el lugar debido; ella es la primera testigo de la resurrección, apóstol de apóstoles. Reconozcámonos todos en ella y salgamos a anunciar la buena nueva del evangelio que nos llega desde la Amazonía.