La cruz ingresó cargada por adolescentes del internado, llegados de todo el Putumayo para poder estudiar; chicas y chicos muy pobres, indígenas bastantes de ellos, vulnerables. La habían decorado con dibujos que mostraban el horror que acometimos, como hilo conductor, durante toda la Semana Santa: la injusticia y la muerte en los abusos sexuales a los menores.
Por: César Caro (Vicariato San José del Amazonas)
Cantábamos “Cristo te necesita para amar”, hasta que esa gran cruz llegó al presbiterio, donde las manos de los jóvenes la mantenían parada. Fueron saliendo chicas; una señalaba una de las ilustraciones mientras otra hacía una petición breve y rotunda: “por las niñas y niños que son abusados”, “por las mujeres maltratadas” … después de cada oración, resonaban en la iglesia repleta fuertes martillazos: clavos enormes hienden la madera, quebrantan los huesos de Jesús, crujen las almas de los ultrajados.
Se unieron otras voces adultas desde su sitio: “por las autoridades que no hacen nada” … “por todos nosotros, indiferentes a ese sufrimiento” … Y cada vez, los golpes, crueles y solemnes, sobre el silencio incómodo y aplastante, trasunto del mutismo que a menudo nos infecta cuando conocemos situaciones de abuso, cuyo escenario más frecuente es la propia familia del menor.
“¿Con qué personaje de la Pasión podemos identificarnos cada uno de nosotros?” – pregunté en esta homilía de Viernes Santo. Un relato que fue proclamado por voces femeninas y juveniles, y que vuelve a ocurrir hoy; una historia de la que todos formamos parte… ¿Tal vez como Judas, traicionando con ese machismo enquistado? ¿O como Pedro, que niega la evidencia? O formando parte de una turba ciega y manipulada. O peor, lavándonos las manos, “eso no es asunto mío, que lo resuelva la policía”…
En el frontis del altar, esta frase: “Ama, cuida y protege la vida”. Necesitamos desencadenar un cambio cultural para erradicar esta atrocidad, que fue desgraciadamente naturalizada y recubierta con escombros del viejo patriarcado. Lo primero es afrontarla, mirar la cruz sin miedo, con decisión. Basta ya de eufemismos y de disimulos cobardes. El madero de la tortura está elevado y no admite paliativos.
Los seguidores de Jesús se fueron acercando a la cruz para venerarla. Todos la tocaron. Unos se arrodillaban; otros besaban las heridas santas de nuestros niños y niñas; otros abrazaban esas laceraciones interiores de tantas vidas infantiles destrozadas; muchos lloraban, impactados por la ferocidad con que el egoísmo humano sigue matando a Jesús hoy. Desde donde estaba sentado, yo podía ver y dejarme impactar por lo que cada persona desprendía.
Adorar, inclinarse, servir. Acariciar y lavar con reverencia los pies manchados de sangre inocente. Armados con la ternura, “el camino elegido por los hombres y mujeres más fuertes y valientes” (FT 94) para atrevernos a compartir ese dolor sin nombre, como Iglesia que se acerca, que escucha, que vuelve real el amor del Cordero sacrificado, del Siervo humilde.
Pero también hay que levantar la voz. Gritar que en la cruz de Jesús están clavados muchos niños, niñas, adolescentes, mujeres; maltratados, violados, denigrados. Hay que incluir esta realidad en los programas de formación de agentes pastorales, en las capacitaciones de profesores, papás y mamás, en reuniones parroquiales, en las visitas a las comunidades… Es urgente denunciar, ponerse de pie, alzar la mano con la vela prendida, sin dudar, sin fisuras, juntos.
Hemos servido el pan consagrado el Jueves, como prescribe la liturgia. Era una única gran torta de pan ácimo que partimos y compartimos, cuyos pedazos, un día después, estaban más duros; un pan difícil de tragar. Duele comulgar con el Cristo roto, absolutamente destruido en tantos pequeños indefensos. Es difícil seguir a Jesús encarnado en esta humanidad fracasada, que sin embargo Él contempló siempre preñada de esperanza. Cuesta entender, pero hay que comprometerse. Feliz Pascua.
Fuente: Querida Amazonía