La Iglesia de Santa María, en Transpontina, en la vía de la Conciliación que une el Castillo Santo Ángel y la plaza de San Pedro, fue testiga de una conmemoración profundamente simbólica este 12 de octubre del 2019.
En medio de las imágenes la Virgen María, de ángeles, santas, santos en mármol y de grandes y hermosas pinturas al óleo de Nuestro Señor Jesucristo, de mártires y santos; albergados por la imponente arquitectura del templo con más de 4 siglos de historia, se realizó una celebración penitencial en la cual miembros de la Iglesia católica pidieron perdón por los atropellos contra los pueblos aborígenes cometidos por muchos de sus miembros, mientras que otros permanecieron en silencio y quienes asumieron una evangelización respetuosa de la dignidad de los “indios”, fueron perseguidos por las autoridades eclesiales de su tiempo. En este acto litúrgico se celebró la fiesta de Nuestra Señora de Aparecida, la virgen negra y pequeña que alienta la fe el pueblo brasileño y da fuerza a los marginalizados para afirmar su dignidad.
La decoración representaba los pueblos aborígenes y un gran cirio llamaba la atención al llegar, la ubicación de las bancas en semicírculo invitaban a las y los presentes a sentirse parte de este momento espiritual. Un canto religioso convocó a la celebración litúrgica y generó el ambiente para la entrada de las mujeres y hombres, representantes de los pueblos de la Amazonia, con su música y los signos que traían al centro de esta celebración su vida cotidiana con sus alegrías y sus penas, sus trabajos y fracasos, la vida que defienden día a día y la muerte que los acecha con el nombre de progreso, desarrollo y civilización.
Al llegar a la “presidencia” de la celebración se situaron a lado y lado del obispo y fueron pronunciando en sus lenguas originarias su nombre, el nombre de su pueblo y el lugar de procedencia con fuerza y dignidad, cada uno y cada una fue diciendo: Yo soy, yo soy… Los que nunca habían sido para el “centro” afirman que son, los nombres que no habían sido reconocido ahora son pronunciados, las lenguas que habían sido negadas por el “centro” ahora son escuchadas, de los pueblos que no habían sido reconocidos y habían querido ser borrados de la tierra llegaron sus hijos e hijas diciendo que existen.
En un momento de la celebración invitaron al silencio, se hizo un silencio profundo, un silencio lleno de vida y de fuerza, un silencio en que el Espíritu se expresa con fuerza. Un silencio que permitió escuchar toda la historia silenciada de los pueblos aborígenes de la Amazonía y en ellos a todos los pueblos del mundo. Un silencio que obligó a escuchar el latidos del corazón de las y los asistentes, el latido del corazón de los pueblos, el latido del corazón de Dios que habló con fuerza y con contundencia, una vez más, por medio de los marginalizados por los poderes de ayer y de hoy.
En medio del silencio resonó fuerte la Palabra de Dios: “Oí el clamor de mi pueblo, vi como lo esclavizaban y por eso bajé” (Éxodo 3,7). “La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Juan 1,1). Dios se sigue revelando en la historia, le importa lo que pase con su pueblo, se sigue revelando cada día. Y siguió el silencio.
El silencio fue interrumpido por tres golpes de tambor que llegaron desde la selva hasta el centro y hasta lo profundo del alma, golpes que trajeron todos los gritos de dolor de los pueblos silenciados, golpes que fueron invitando a pedir perdón. Unas y unos asistentes fueron pidiendo perdón arrodillándose al ritmo de los golpes de tambor, las y los presentes les acompañaron con el mismo gesto respetuoso. Pidieron perdón por haber matado a mujeres y hombres, culturas, lenguas, selvas, ríos, historia, fe…
El profundo silencio fue interrumpido por la música solemne de los pueblos amazónicos y poco a poco fueron levantando a las personas que estaban de rodillas y sin palabras les dijeron que, además de arrodillarse a pedir perdón, debían levantarse y actuar, para impedir que se sigan destruyendo las selvas, los ríos, el agua, los pueblos aborígenes y con ellos la especie humana. Hay que ponerse de pié para construir otra historia.
Todos los asistentes recibieron semillas y con una sentida, profunda y profética bendición de las semillas realizada por Ernestina, mujer indígena brasilera y sabia, los asistentes fueron enviados a sembrar y a cultivar las semillas de una nueva iglesia, de una nueva sociedad y para alumbrar el camino, todas y todos recibieron una luz.
Las y los “indígenas” encabezan una procesión con las luces hacia la plaza de San Pedro, pocas y pequeñas para la majestuosidad de la basílica principal para el mundo cristiano católico, pero suficientes para recordarle a la Iglesia que solo iluminará, si acepta la luz que viene de la periferia, de los márgenes de la historia. En definitiva, le recuerdan que de la periferia vino Jesús de Nazaret.
Desde Roma, Pe. Alberto Franco. CSsR, J&P Colombia, Red Iglesias y Minería