Por Sandra Avellaneda García*
Ya no, como en otros tiempos, se puede escuchar a alguien decir que la pobreza es un designio de Dios sin que rápidamente salgamos a decir que no. Seguramente discreparemos abiertamente, no sólo porque diversos estudios sociales han profundizado en las causas históricas y políticas de la desigualdad horizontal y vertical, en la inequidad transgeneracional de oportunidades y en las dificultades en la movilidad social.
También diremos que la construcción teológica que hay detrás de dicha afirmación sirve como justificación de una manera de querer ordenar el mundo, a costa de la sobrevivencia y situación de muerte de muchos.
De forma parecida, ya no aceptamos que se diga que en nuestro país no hay racismo. Seguramente recordaremos las maneras que tenemos de cholearnos. Hablaremos un poco de los prejuicios que mantenemos según si nuestra piel es negra, si hablamos isconahua [lengua originaria, oriunda de la Amazonía], si nacimos en tal o cual rincón del Perú o si somos migrantes (o desplazados) en primera o segunda generación. E increparemos sobre el desprecio institucional a ciertas comunidades de ciudadanos por considerarlos de segunda categoría.
Pero, ¿qué pasa con el machismo? Como creyentes, estar en contra de todo tipo de violencia no es suficiente, porque ésta no es una violencia más. La identidad de género, la expresión de género, el sexo biológico y la orientación sexual, como variables de deshumanización, no son posteriores a la marginalidad entre clases socioeconómicas. Son simultáneas y están íntimamente entrelazadas.
En nuestro continente se trabajó teológicamente a la mujer pobre, y esto ha sido fundamental. Pero, nos queda pendiente mirar a la mujer en tanto es no-varón. Nos urge mirarla fuera y dentro de la Iglesia, lo cual supondrá también algún movimiento de cambio estructural intraeclesial, en la que se la reestablezca como sujeta teológica, sujeta de conocimiento y sujeta de acción (ministerio, por ejemplo).
Aún más, es necesario hablar de mujeres, en plural, con sus propias particularidades, sin querer homogeneizarlas por condicionamientos biológico-reproductivos, como su posibilidad de maternidad.
Por eso, creo que es importante mirar la sensorialidad del cuerpo (cualquier cuerpo) no como algo ajeno a la vivencia espiritual, sino más bien como central a ella. Los afectos, la ternura, la festividad, la alegría, la pasión, la sensibilidad, el gozo y el disfrute son dimensiones muy humanas, con gran potencial de disrupción y reorganización del poder, pues para vivirlas en plenitud supone reconocer como valioso al otro, al diferente y, por ende, tratarlo como cercano, quererlo con bien, expresar gratuidad tanto en lo interpersonal como en lo estructural. Es posible y es necesario hablar de Dios a partir de la vivencia de una sexualidad no moralista y despatriarcalizada.
De esta forma, denunciar teológicamente una estructura social, política, económica -como es el patriarcado- no es adoptar una perspectiva exclusivamente ginecocéntrica, aun cuando ésta ha sido y sigue siendo un punto de entrada muy importante.
Hablar de una estructura patriarcal es visibilizar un sistema que excluye a la periferia existencial (a la muerte), a todo aquello no-masculino y no-heterosexual, y que se entrecruza con otras condicionantes de vulnerabilidad.
Se dice que Dios padre nos ama con amor de madre. Pero, ¿y si vamos más allá? ¿Y si salimos de lo blanco-negro, de la binomialidad heterosexual obligatoria? La mujer transexual, la mujer lesbiana, la mujer heterosexual, el hombre homosexual, el hombre heterosexual no machista, el hombre transexual, la persona bisexual, la persona que se comprende más allá de los binarismos y se asume como ‘queer’ [término inglés usado para nombrar a quienes no son heterosexuales o de género binario]. Cada persona es realidad en busca de liberación, cada persona es preferencia de salvación. Dios es humanidad en toda su gama, en toda su posibilidad.
Pero la diversidad nos descuadra no sólo en ese aspecto, sino en todos. Para plantear una espiritualidad encarnada, la identidad no debe anularse. Cada dimensión de identidad constituye un elemento de diferenciación entre unos y otros, pero no tendría que ser motivo de jerarquización entre las personas. El sexo, el género, la orientación o el credo no pueden significar que unos se asuman como mejores que otros. El ateo es válido interlocutor, lo mismo que una protestante, que un budista, que una pentecostal. También lo es el creyente “a su manera”. O la que fuera bautizada católica y que ya no desea seguir asumiéndose como tal.
El trabajo teológico que sirve a la liberación de las personas sufrientes de opresión está llamado a replantear los argumentos que favorecen la exclusión de los mismos. Una mujer transexual que se dedica al trabajo de la calle (prostitución), ya sea por opción o porque no le queda de otra, que no es atendida en la posta, aunque sufre enfermedades venéreas, y que es abiertamente atea, es menos vista como persona que un niño descalzo que es explotado en la ladrillera y que por esa condición sufre ceguera, aun cuando ambos necesitan ser prioridad. El esfuerzo de mirar lejos no es sólo un momento en el tiempo, es una forma de caminar.
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* Creyente (católica) y feminista. Actualmente realiza una tesis de licenciatura en Ciencia Política y estudia Teología en sus ratos libres.
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Fuente: Columna publicada en La Periferia es el Centro del diario peruano La República: http://larepublica.pe/politica/820308-denunciar-teologicamente-al-patriarcado