Relato de Justino Sarmento Rezende, sacerdote salesiano del pueblo Tuyuka (Brasil).
Nací lejos de la ciudad, en Onça-igarapé. Mi padre, cuando escuchó que estaba acercando una enfermedad fuerte nos llevaba siempre a un lugar aún más aislado. Ahí pasábamos el tiempo el tiempo necesario hasta que llegara otra noticia: la enfermedad ya pasó.
No teníamos médicos, enfermeros ni enfermeras para cuidar de nuestra salud, pero estábamos acompañados en el día a día por nuestros abuelos, sabios que hacían sus ceremonias de protección utilizando un sebo blanco que servía para purificar el ambiente, las personas y otros seres de estima.
Diariamente el grupo de sabios, fumando el tabaco, conversaban sobre lo que habían visto en sus sueños, qué fórmula de protección había traído en su meditación nocturna; cada sabio presentaba alguna solución. Con sus sentidos apurados desviaban la ruta de la enfermedad para no llegar a nosotros. Las fuerzas ceremoniales inutilizaban la agresividad de los seres que causaban la enfermedad.
Suponiendo que tuvieran dientes, ellos rompían los dientes para que no mordieran y transmitieran enfermedades. Imaginando que podrían transmitir la enfermedad lamiéndonos, les sacaban la lengua. Imaginando que podríamos transmitir la enfermedad por la mirada, cegaban los ojos de los seres que causaban la enfermedad. Por otro lado, transformaban al ser humano, el medio ambiente y los seres de estimación, en cuerpos resistentes, incandescentes y explosivos; transformaban nuestros cuerpos en cuerpos cálidos, amargos, agrios y duros. Creamos cercas con los mismos efectos para nuestra protección. Guardaban nuestras vidas bajo el sol, en las nubes…
El tiempo actual con sus virus actuales, con sus propios nombres, me hacen volver al pasado y recordar la sabiduría de mis abuelos, que ayudaban a defender la vida. Recordé las técnicas de defensa: huir del enemigo, sin exponerse, pero retirarse a un lugar considerado seguro, hasta que pase la enfermedad.
Fuente: REPAM Brasil