La mayor novedad de la experiencia, expresada de muy diversas maneras en las distintas asambleas continentales en sus modalidades particulares, fue la de haber propiciado un espacio en el que todos y todas quienes estaban en esa experiencia estaban sentados a la mesa como hermanos y hermanas. El sentido de equidad, reconociendo la diversidad de vocaciones, estados de vida, edades, género, procedencia, experiencias y visiones sobre la Iglesia.
Por Mauricio López Oropeza
La mesa del encuentro se sustentaba en la conversación espiritual y se enriquecía con los espacios de espiritualidad y liturgia que dejaban de ser elementos complementarios para convertirse en espacios esenciales para seguir profundizando el discernimiento y creando el sentido de unidad en la diversidad.
Es evidente que en los sitios en los que se propició con más centralidad la conversación espiritual la experiencia fue mucho más significativa, y en aquellos sitios donde se integró como un elemento más, o en algunos casos con reducido peso en el proceso, los frutos fueron de menor profundidad.
El método de conversación espiritual se propuso como experiencia de oración personal y comunitaria que conducía: 1. a una experiencia de compartir desde el «yo» los frutos de la experiencia orante a la luz del documento para la etapa continental; 2. entrando en un proceso de escucha profunda y de dejarnos interpelar por lo compartido, dando espacio para un reconocimiento genuino de esos otros «tú» presentes; 3. en un ambiente de acogida y discernimiento buscando en conjunto, dentro de las pequeñas comunidades, aquello que Dios nos expresaba y a lo que nos llamaba de modo particular a «nosotros/as»; para luego, 4. preguntarnos si en el centro de todo este proceso estaba presente «ÉL», el Señor de la vida, y «ELLA», la Ruah divina como fuerza del Espíritu Santo. Con todos estos elementos se iba configurando el contenido que se convirtió en los documentos finales de cada continente–región según las propias particularidades y metodologías.
El discernimiento comunitario y la conversación espiritual como bases fundamentales de la etapa continental sinodal
Cuando hubo espacio para la conversación espiritual los frutos fueron evidentes y estaban ahí palpables para reafirmar el proceso. Cuando esto no se hacía parte del proceso, o se hacía de modo superficial o reducido, la prevalencia de discursos intelectuales, de presiones desde el ámbito jerárquico o de una lucha entre agendas ideológicas parecía tener más cabida e impacto en las experiencias de las asambleas continentales y en sus documentos finales.
Para quienes tuvieron una vivencia de discernimiento profundo la experiencia fue transformadora y sanadora en sí misma, y está dando ya muchos y buenos frutos. Hay muchos testimonios de haber experimentado un llamado a la conversión, a ser Iglesia como casa abierta que acoge y ensancha su espacio, a un despertar a otro modo de ejercer el ministerio, y en algunos casos un reconocimiento honesto de los muchos pecados que como Iglesia debemos asumir y redimir. También se experimentaron las muchas luces que nos confirman en nuestra identidad como Iglesia.
Se comprendió que el camino mismo de este discernimiento comunitario con la conversación espiritual era crecer en la experiencia de sinodalidad, más allá de lo teórico, y sí como una praxis imperfecta, pero concreta. Si la vivencia era profunda quedaba una invitación contundente a hacer de éste el modo de caminar como Iglesia en este Sínodo, y más allá de él. La sensación general era de mayor pertenencia, a pesar de las muchas dificultades y fragilidades, con un llamado a abrazar la unidad en la diversidad y a hacernos cargo de los muchos desafíos que están presentes en nuestra realidad y que se expresan muy bien en los documentos de este proceso.
Lamentablemente quienes vivieron este espacio como un tipo «parlamento» o arena de disputa a la cual venían con una agenda preestablecida, muchas veces marcada por tintes ideológicos de un extremo o del otro, fue evidente que en estos casos no había una disposición honesta a la escucha, al discernimiento, y mucho menos a encontrar elementos en común para tejer posibles nuevos caminos compartidos.
Algunos que podrían ser identificados como «profetas de calamidades», tal como se refería san Juan XXIII a los que se oponían al Concilio Vaticano II, de un extremo y del otro de las posturas ideológicas, evidenciaron que un discernimiento comunitario requiere de una honesta apertura y disposición para la escucha. Si bien era claro que sus posiciones y argumentos eran reales y válidos, en la cerrazón a recibir otras miradas de hermanas y hermanos en la fe se podía percibir que no había disposición para una escucha del Espíritu en clave de Iglesia continental o universal, tal y como este Sínodo plantea en su centro.
Algunas claves desde las Anotaciones de los Ejercicios Espirituales al servicio de esta etapa
En mi propia experiencia al servicio de esta etapa debo decir que ha sido una de las vivencias eclesiales más significativas, así como una de las más complejas, y fue gracias al haber definido un modo de acompañamiento del proceso con ayuda de ciertas claves desde las Anotaciones de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola que se convirtió en una experiencia de Gracia. Más allá de los resultados, que al ser diversos fueron positivos en general, se ha propiciado una experiencia de gran valor para la Iglesia en la que, con limitaciones, la búsqueda de lo que el Espíritu Santo nos ha querido decir ha encontrado nuevas posibilidades y nos ha permitido tener una experiencia transformadora y reveladora en sí misma.
En esas anotaciones de los EE.EE. hay orientaciones para encaminar procesos espirituales, tanto para quienes acompañan como para los que reciben la experiencia. En una evidente adaptación para esta experiencia sinodal, se trató de una invitación a purificar la intención, buscando honestamente lo que Dios nos iba pidiendo en nuestras realidades particulares y en nuestra diversidad.
Son orientaciones en las que se invitó a no sobrecargar la experiencia con contenidos o con lecciones doctas, sino sólo con aquello que ayudara a profundizar en lo que Dios mismo quería comunicar, en este caso a las asambleas continentales, mediante las pequeñas comunidades que vivieron la conversación espiritual. Siempre en contacto con las perspectivas de la oración y el afecto, así como con los aspectos de nuestro propio entendimiento en los distintos pasos de esa conversación.
De parte de quienes acompañaron los procesos, la invitación fue para quienes participaron de las asambleas a disponerse en oración, con libertad interior, entrando con ánimo y esperanza, y buscando que, a pesar de cierta inexperiencia de muchos participantes, se identificaran las invitaciones que venían del Espíritu y que en sentido de comunidad daban paz, claridad y perspectiva, para distinguirlas de las que no.
El método ha sido clave, sobre todo por su estructura, por los tiempos de oración personal y comunitaria, por el respeto de las etapas en la conversación y por el valor de los tiempos de silencio junto al aporte de la liturgia y espiritualidad para alcanzar el fin mayor de estas asambleas continentales mediante un discernimiento comunitario.
Ha sido muy importante recordar que esta etapa no era para definir propuestas, sino para la escucha, la profundización y para intuir hacia dónde nos llamaba el Espíritu, pues se podía perder la paz y el foco al querer inclinar la balanza para un lado u otro en las acciones que se «deberían» realizar en la Iglesia. Lo único relevante era buscar la voluntad de Dios, identificando intuiciones, tensiones y horizontes a los que nos llamaba el Espíritu Santo en cada continente–región.
En este proceso hemos percibido la ausencia de un discernimiento sistemático en nuestra Iglesia, y ciertamente un vacío de experiencia en el sentido comunitario para buscar lo que Dios nos pide. La evaluación de la oración y del trabajo del día, en los casos en que se realizó, se tornó en un elemento clave para poner en común lo vivido y presentar a Dios los frutos de la experiencia.
Fuente: Vida Nueva Digital