El gran giro que se dio en la eclesiología durante el Concilio Vaticano II, surgió a partir de la incorporación de la categoría pueblo de Dios, que “permite afirmar a la vez la igualdad de todos los fieles en la dignidad de la existencia cristiana y la desigualdad orgánica o funcional de los miembros”.
Por Mons. Miguel Cabrejos
Con la nueva secuencia, los padres conciliares optaron por reconocer la participación de todos los miembros del pueblo de Dios en los tria munera de Cristo: sacerdote, profeta y rey –santificar, enseñar y gobernar–, estableciendo, así, la igualdad de todos por medio de la dignidad bautismal como criterio estructurante para la configuración de la identidad de todos los sujetos eclesiales. De este modo, quedaba superada la eclesiología preconciliar.
‘Lo que permanece es el Pueblo de Dios’
No en vano, un Padre Conciliar, había afirmado que “cabe señalar que el poder jerárquico solo es algo transitorio. (…). Lo que es permanente, es el pueblo de Dios; lo que es pasajero, es el servicio jerárquico”, cuya condición es histórico-temporal. Lo permanente es lo que lo define y cualifica, y no lo transitorio.
Situarse en el pueblo de Dios comportaba un modo eclesial de proceder que concedía primacía al todo (pueblo de Dios) sobre las partes. En este sentido, los sujetos eclesiales –pastores, clérigos, religiosos/as, laicos/ as– quedaban definidas a partir de la dignidad bautismal compartida y la participación de todos/as en el sacerdocio común. En Lumen Gentium se había optado por distinguir entre lo permanente, que radica en la única vocación cristiana, y lo transitorio o temporal, que corresponde a las funciones, roles o servicios para realizar la misión de la Iglesia en el mundo.
El espíritu de los textos conciliares plantea el reto de poner en práctica una nueva hermenéutica inspirada en la lógica del conjunto, es decir, de la Iglesia como totalidad orgánica de fieles, en cuya interacción continua y recíproca se van constituyendo en Pueblo de Dios, incluidos el Colegio Episcopal y el Sucesor de Pedro. Todos ellos, sin embargo, en un orden específico: primero el Pueblo de Dios (todos), luego los Obispos (algunos) y finalmente el Obispo de Roma (uno).
Debemos tener en cuenta que no se trata de tres sujetos eclesiales. El Pueblo de Dios, en tanto expresa la totalidad de los fieles en sus relaciones y dinámicas comunicativas permanentes, es el único sujeto activo y fundamental de toda la acción y misión de la Iglesia: el haber vuelto a descubrir al Pueblo de Dios como un todo, como una totalidad, lleva, en consecuencia, a la corresponsabilidad que se deriva para cada uno de sus miembros.
La noción Pueblo de Dios concebida como una totalidad orgánica, expresa, por tanto, el carácter vinculante que se desprende del proceso mismo de constitución de las identidades de los sujetos eclesiales. La novedad conciliar no se puede reducir a una simple definición de lo que cada sujeto eclesial es en sí mismo y lo que puede aportar al resto, porque cada uno existe y se va co-constituyendo en el darse y completarse recíprocamente.
El nuevo giro eclesiológico asumido por los padres conciliares tiene implicaciones en torno al ministerio jerárquico. Sin embargo, la vinculación con la comunidad de fieles no es algo nuevo en la Iglesia. Ya en el siglo III, el ejercicio episcopal de san Cipriano, obispo de Cartago, da testimonio del carácter vinculante de toda la comunidad eclesial.
Yves Congar había escrito que “el plan total de Dios no se agota en el principio jerárquico, sino que supone el complemento y la reciprocidad de un régimen comunitario, dependiendo de ambos la plenitud final”. “Lo que viene primero es el Pueblo de Dios”.
La Iglesia, vista a partir del bautismo y no ya de la jerarquía, aparece así desde el principio como una realidad sacramental y mística antes de ser una sociedad jurídica. El Obispo (…) debe volver a situarse en el Pueblo de Dios que le ha sido confiado: estar más cerca aún de su clero y de sus fieles.
El giro hermenéutico de la eclesiología del Pueblo de Dios supone una nueva comprensión del modo en que se configuran las identidades de los sujetos eclesiales.
Sinodalidad en todos los niveles
En este sentido, es claro que el Papa Francisco estuvo verdaderamente inspirado por el Espíritu cuando decidió que este Sínodo no debía ser como los demás, sino que debía celebrarse a todos los niveles, y esto permite contextualizar el tema de la sinodalidad en todos los niveles donde transita el Pueblo de Dios, empezando por las familias, las pequeñas comunidades cristianas, los lugares de misión, las parroquias, los decanatos, las diócesis, las provincias eclesiásticas, las Iglesias nacionales, las Iglesias continentales y la Iglesia universal.
En cada nivel, la sinodalidad debe adaptarse a un contexto específico, siempre que se sitúe en el telón de fondo de la comunión, de la participación y la misión. Somos uno, trabajamos juntos y estamos en misión permanente, enviados por Cristo, tal como lo ha afirmado la Iglesia local de Bamenda (Camerún): “para que Dios trabaje, todo hombre debe poner las manos”.
Mucha gente suele decir que “el futuro de la Iglesia está en América Latina”.
No sé si los propios latinoamericanos lo sentimos, pero lo que podemos afirmar es que la sinodalidad a nivel continental ha dado a América Latina y el Caribe la oportunidad de enriquecer su propia identidad como Iglesia, contextualizar la sinodalidad dentro de la Iglesia y hacer de la sinodalidad una realidad verdaderamente auténtica en la vida diaria de su Iglesia.
Esto significa que, mientras esperamos la celebración del Sínodo sobre la Sinodalidad a nivel de la Iglesia universal, ha sido muy importante tomarnos el nivel continental tan en serio como si fuera el final. Este ha sido un punto clave para nuestro continente, pues las Asambleas Regionales que celebramos durante la fase continental se tornaron en una oportunidad para asumir nuestra responsabilidad de proporcionar el sentido de la dirección para nuestra Iglesia latinoamericana y caribeña de hoy y de mañana.
Fuente: ADN Celam