Rita Semperi: el liderazgo amazónico con rostro de mujer

Surca peligrosos ríos para llegar hasta las cabeceras, hasta donde viven sus paisanos matsigenkas más alejados. En su mochila, además de vacunas y medicinas, lleva siempre un nutrido repertorio de buenos consejos. Ella es Rita Semperi Borja. De nacimiento, matsigenka; de profesión, enfermera; de vocación, misionera.

 

Por: Beatriz García Blasco (CAAAP)

“Te prometo que volveré al lugar donde he nacido. Voy a volver, porque aquí la gente me necesita”. Eran los últimos meses de 1992 en la lejanísima comunidad nativa Timpía, en la selva del Cusco, a las puertas del respetado Pongo de Mainique. Con apenas 22 años, Rita Semperi hacía esa promesa al misionero dominico Daniel López, quien la estaba recomendando para que tuviera la oportunidad de cursar estudios superiores. Tenía muy claro cuál era su vocación: quería ser enfermera. Han transcurrido casi tres décadas y Rita lleva 23 años de servicio continuado en la posta médica de su comunidad, al servicio de sus paisanos. Y sí, se siente orgullosa de haber cumplido su promesa.

Las comunidades indígenas de la Amazonía están llenas de ‘Ritas’. De lideresas que, a menudo, pasan desapercibidas. Muchas veces las encuentras en las postas y las escuelas, curando y formando. Son quienes guían y quienes, solo cuando es necesario, alzan la voz ante los atropellos. El resto del tiempo lo pasan trabajando y pensando qué más pueden hacer.

Rita supo que quería ser enfermera cuando ayudaba a su hermano mayor. Miguel Semperi, desde hace años técnico enfermero de una comunidad cercana, Chocoriari, fue uno de los primeros profesionales de lo que hoy es el distrito de Megantoni, allá por mediados de los 80. “Me llamaba la atención ver a mi hermano, cómo atendían a los pacientes, sobre todo en las épocas de la malaria”, recuerda Rita, “él era mi inspiración”. Antes había estado apoyando en una escuelita, con los niños del jardín, pero siempre supo que ese no era su lugar.

Tenía dos opciones: Lima o Quillabamba. Optó por la capital. “Ahí vivía mi madrina, que había sido misionera seglar, y ella me recibiría en su casa”. Y así fue. En vuelo directo Timpía-Satipo, gracias a la pequeña avioneta ‘Alas de Esperanza’ administrada en aquellos años por los misioneros, comenzó su viaje. Como estaba programado, fue muy bien acogida en una casa del Rímac para, desde ahí, ir a estudiar cada día al Instituto Frederick Taylor, en el centro. “Ya estaba acostumbrada a estar con otra gente, porque había estudiado en el internado de Sepahua, pero sí, Lima era algo nuevo para mí. El tráfico me desesperaba. Además, era época todavía del terrorismo, imagínate… Un cambio grande, extrañaba el aire puro de la selva”, rememora.

– Y con las compañeras, ¿qué tal?

– Todo bien. Yo siempre me identifiqué como de la selva, les decía que mi comunidad estaba en Cuzco, que era de etnia matsigenka. A mí nunca me ha dado vergüenza decir de dónde soy, siempre me he identificado como matsigenka. Y creo que por eso jamás he tenido problema. Al revés, siempre me han acogido muy bien.

– Si en Lima estaba bien acompañada, ¿nunca pensó quedarse a trabajar?

– No. Es que antes no era como ahora. Antes nos educaban con otros valores y siempre queríamos vivir entre paisanos, esa mentalidad yo tenía. No había tanto interés por ir a la ciudad.

La tesis con la que culminaron sus estudios levantó la curiosidad de sus docentes y sorprendió al Jurado evaluador. Se tituló ‘La leishmaniasis en el Bajo Urubamba’. “El doctor Carbone me apoyó mucho, estuvimos buscando libros por aquí y por allá, porque no había tanto material”, agradece en referencia a quien, una década después, fuese ministro de Salud, Fernando Carbone. Ella le conocía de su etapa como director del Proyecto Integral de Salud de la Amazonía Peruana (PISAP) que mejoró, en las décadas de los 80 y 90, las condiciones de vida de las familias del Bajo Urubamba gracias, también, a los misioneros y misioneras. Y es que de la mano de estas últimas ella comenzó a darse valor ya que las religiosas fueron sus guías en el tiempo en que estudió en el internado de Sepahua junto a jóvenes yines, yaminahuas y amahuacas. Allí se formó como lo que hoy es, una mujer empoderada porque “siempre nos enseñaban que debíamos estimarnos como personas, hacernos respetar como mujer, tener valor y derechos igual que los varones”.

“Diosito, ¿qué más puedo hacer?”

El tono nostálgico de Rita al recordar su pasado contrasta con la fuerza e indignación de su voz cuando se habla del presente. Cree que, a pesar de las oportunidades educativas y laborales, así como los mayores medios técnicos, la estructura social de su pueblo está en crisis. Vive en el distrito más rico del Perú, pero eso no se refleja en una mejor calidad de vida de las familias. “Me preocupan los niños, que tienen anemia y desnutrición. Cuando les visitamos casa por casa me pregunto, ¿qué cosa estaremos haciendo mal?”, lamenta. Siente que la niñez está abandonada y se le rompe el alma viendo niñas de 12 o 13 años que ya son madres fruto, muchas veces, de abusos o “quién sabe qué” penosa situación en sus casas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Rita, segunda por la derecha, conversando junto a Leyla Durand (Ese Eja), Ubaldina Korinti (Matsigenka del Alto Urubamba) y una religiosa interesada por sus pueblos. Foto: Beatriz García Blasco

 

La colonización y la cerveza rompen comunidades y familias. “La gente trabaja y toma. Vas a una casa, están tomando; vas a otra, igual. Ganan dinero, sí, pero para comprar chela. Muy pocos usan la plata para comprar buenos alimentos y atender bien a sus hijos”, se entristece. Cuando trata de aconsejar, le tildan de “monja”. Un término que no le ofende. Ella sigue preguntándose, “diosito, ¿qué más puedo hacer?”.

– A pesar de las críticas, ¿te consideras una líder? ¿Te consideras respetada?

– Sí, a veces sí, porque siempre trato de decir verdades. Les digo que hay que dar gracias a Dios porque estamos vivos, que Él nos ha creado y que debemos apreciar la vida y valorarnos como seres humanos.

Para seguir muchos años más adelante, solo pide dos cosas: brazos para curar y pies para caminar, para llegar a los lugares más alejados. Entre bromas, uno de los misioneros a los que tanto aprecia, el padre Santiago Echevarría, la dice que es Rita ‘la inmortal’. “Tantos accidentes que he pasado, en todos los ríos que he volteado… igual sigo teniendo fe porque Dios, a pesar de todo, me da la oportunidad de seguir adelante”, explica. Entre los más graves ya cuenta diez ‘sustos’, por eso lo de ‘inmortal’, porque tiene más vidas que un gato.

Ser humilde

Rita fue madre con más de 30 años cuando otras, en su comunidad, ya casi eran abuelas. Luego de regresar a Timpía todavía esperó tres años hasta que “me conseguí mi marido”, como se dice habitualmente en el habla local. Fruto de su unión llegaron tres hijos, dos mujeres y un varón, cuyo principal consejo es ir por la vida con mucha humildad. Las dos mayores, que tienen 19 y 17, estudian en Quillabamba y su único hijo varón, de 14, sigue estudiando secundaria en la comunidad. “Siempre les digo que hay que ser agradecidos y valorar las oportunidades que llegan. Todo con mucha humildad, porque si somos humildes siempre tendremos puertas abiertas, pero si somos soberbios esas puertas se cierran”, explica.

Enseñanzas que nacen desde una profunda fe católica que, tras la visita del Papa Francisco a Puerto Maldonado, donde pudo participar, está más fortalecida que nunca. “Yo fui a Puerto Maldonado porque quería que el Papa me diera fuerza, que alimentase más mi fe católica para seguir enseñando la Palabra de Dios a la gente que todavía no conoce a Dios”.