Autor: P. Juan Bottasso
Cuando el Papa Francisco, visitando Perú, viajó a Puerto Maldonado, aprovechó para ilustrar los objetivos que él proponía para el Sínodo Panamazonico. Afirmó claramente que la preservación de la Amazonia y la defensa de sus habitantes originarios debían constituir una de las grandes preocupaciones de los cristianos y, al mismo tiempo, clamó para que la Iglesia, que desde siglos peregrina en esa inmensa región, tuviera siempre más un rostro amazónico.
Es evidente que cada iglesia local debe asumir las características de los pueblos en los cuales se encarna pero, al hablar de “rostro amazónico”, toca aclarar de entrada cuáles son los riesgos que se deberían evitar.
Porque existe un peligro y es que se folklórice la imagen de esta iglesia, al adornarla con rasgos tropicales, pero quedando en la superficie, sin llegar a lo esencial. Rostro amazónico no son solamente unas liturgias con danzas tradicionales, caras pintadas con colores vivos y plumas llamativas, ofertorios con frutos exóticos.
La Amazonia es un área con bajísima densidad poblacional. En ella coexisten ciudades enormes, como Belén, Manaos, Iquitos y Pucallpa con aldeas minúsculas, regadas a lo largo de los ríos inmensos o perdidas en rincones remotos de la selva. Las distancias son infinitas y la comunicaciones problemáticas.
Por esta variedad de situaciones la Amazonia podría convertirse para la Iglesia en un verdadero laboratorio, en el cual se experimentaran respuestas nuevas a problemas que no son solamente amazónicos.
Algo que, de inmediato, salta a la vista es que se trata de una Iglesia con poquísimo clero. Nada hace prever que, desde este punto de vista, la situación mejorará, sino todo lo contrario, porque la población se multiplica día a día a causa de las migraciones, mientras que el clero con dificultad se mantiene estable. Querer que las comunidades se conserven vivas y que las personas se sientan acompañadas solo a través de sacerdotes ordenados es un autoengaño. Con visitas esporádicas o con celebraciones apresuradas para que un sacerdote pueda “atender” en un mismo día a varios grupos, corriendo de uno a otro, no es una solución. Son situaciones así las que propician el avanzar imparable de los evangélicos, porque ellos en cada comunidad colocan un pastor estable.
La Iglesia amazónica podrá fortalecer su vitalidad si logrará ser animada capilarmente por ministros laicos, de otra manera acabará reduciéndose a una presencia minoritaria. A estos ministros no se les puede exigir un currículo formativo de años y años, como a los presbíteros, pero sí deberían recibir una formación seria. Se trata de encontrar con urgencia esos “caminos nuevos” que pidió el Papa Francisco al convocar el Sínodo. En las grandes ciudades amazónicas es normal encontrar parroquias católicas con decenas de miles de feligreses, atendidos por un presbítero o dos. En su mismo territorio los evangélicos han levantado decenas de capillas, implantando un estilo de pastoral que prevé la presencia permanente de un responsable en medio de la gente. Es también este lo que explica los resultados que obtienen y el crecimiento acelerado de sus comunidades.
No es el momento de emprender guerras de religión, ni tampoco de tironear a los feligreses, quitándoselos recíprocamente para enriquecer las listas de los adeptos. El ecumenismo no es fácil, porque los evangélicos lo rechazan, pero hay que intentarlo. En el fondo todos buscamos lo mismo: difundir los valores del Reino, en un mundo desorientado y vacío de valores. Además se pueden emprender iniciativas conjuntas en áreas no estrictamente religiosas, como la defensa de la naturaleza, la lucha contra la trata de personas, el freno al alcoholismo.
No es que en el campo católico sea activo solo el clero. Hay párrocos que se han rodeado de numerosos colaboradores laicos muy motivados, pero se necesita dar un poco más. Los colaboradores no solo deben multiplicarse, sino pasar a ser verdaderos responsables de la animación de las comunidades.
Lo que se acaba de decir de las grandes ciudades, con las debidas adaptaciones, se puede afirmar de las poblaciones que viven a lo largo de los ríos, los ribereños. Se trata de grupos humanos que son el resultado del encuentro de personas de orígenes muy diferentes: indígenas destribalizados, afro descendientes, mestizos de todo tipo. La manera tradicional de atenderlos solo con cierta dosis de fantasía se la puede definir acompañamiento. Es lo que en Brasil llaman “desobriga”.
Un sacerdote emprende recorridos de semanas o meses por los ríos, para ofrecer a los feligreses la posibilidad de recibir los sacramentos. En algunos sitios ven al padre una vez al año o hasta menos, y, si no llega él, no hay ninguna celebración.
En algunos poblados un poco más consistentes se han establecido pequeñas comunidades de religiosas. La gente las aprecia, pero con la penuria de las vocaciones también femeninas, que todos conocemos, cabe dudar que esta sea “la” solución. Traerlas de otros continentes, como de la India, puede ser solo la respuesta a una emergencia.
Los “nuevos caminos” hay que encontrarlos en cada lugar, con audacia y perseverancia. Solo así las respuestas a los desafíos serán duraderas.