Una Iglesia con rostro amazónico (2/2)

Autor: P. Juan Botasso

De los aproximadamente 30 millones de habitantes que tiene la Amazonia, tal vez un siete por ciento son originarios, es decir, descendientes de aquellos que poblaron la región desde miles de años. Lo paradójico es que hoy, aquellos que fueron dueños, se los considera huéspedes y, además, huéspedes indeseados.

Desde épocas inmemoriales ellos han convivido con la selva.

Pero, en las últimas décadas la situación ha cambiado brutalmente. El mundo industrializado (al cual pertenecemos y del cual somos cómplices) se ha lanzado sobre los recursos de la región, saqueándolos sin misericordia. La presencia de las poblaciones autóctonas  ha comenzado a ser vista como un estorbo para el avance del “progreso”.

El criterio eficientista de la mentalidad actual las ha convertido  en presencias, no solo innecesarias, sino molestas, gente sobrante.

Pero el Papa Francisco insiste en que la preocupación de la iglesia debe dirigirse primordialmente a quienes son considerados “descartes”, porque de otra manera estaríamos edificando un mundo inhumano, que deja a un lado los más frágiles: ancianos, enfermos, migrantes, personas improductivas. Los pueblos amazónicos nunca han sido tales, pero así se los considera.

Desde siglos la Iglesia los ha acompañado. El objetivo que se proponía de “civilizarlos y evangelizarlos” hoy es cuestionado, porque la manera con la que se la llevaba a cabo implicaba una actitud intrínsecamente paternalista.

Claro que llevarles el evangelio sigue siendo de total actualidad, pero no se puede hacer como si nunca hubieran tenido una espiritualidad. Como afirma el Concilio Vaticano II, Dios está ya presente en cada pueblo, antes que a él se le anuncie a Jesucristo. Esta presencia hay que descubrirla con infinita discreción, con una convivencia prolongada, el estudio del idioma, la investigación de la mitología. Es algo que exige una actitud de aprendizaje y de díalogo, totalmente opuesta a la de quien llega con aire de superioridad, simplemente para enseñar o, peor, para imponer. El evangelio no está llamado a anular las creencias, sustituyéndolas sino a iluminarlas y hacerlas florecer. Las manifestaciones rituales que nacen de este encuentro deben reflejar las culturas de cada pueblo, pero no le toca al misionero  elaborarlas.

La inculturación la realiza cada grupo y, evidentemente, está sujeta a cambios y adaptaciones de acuerdo a las variaciones de las circunstancias.

Las modalidades, por ejemplo, con las que se celebra la liturgia pueden asumir ciertas formas cuando el grupo vive aún en cierto  aislamiento y es todavía compacto, pero pueden variar cuando migra y va a establecerse a lado de otro. En esto el misionero puede asesorar, nunca decidir por su cuenta.

El verbo que completaba el binomio señalado más arriba era “civilizar”. Hay que borrarlo del léxico educativo y pastoral, porque implica que el destinatario no tenga cultura, sea un “salvaje” como se decía un tiempo. Los salvajes no existen, no hay culturas superiores e inferiores, sino solo diferentes.

Todas tienen mucho que aprender, pero igualmente mucho que enseñar.

También los pueblos amazónicos desean  modernizarse. Los jóvenes sienten una atracción fortísima hacia la tecnología, en todas sus manifestaciones. Al misionero no le toca frenar esta aspiración, tanto más que le sería imposible lograrlo. Su esfuerzo debe simplemente proponerse dos objetivos.

El primero es el de advertir sobre los peligros de dejarse encandilar por los brillos engañosos de la cultura actual, las apariencias que ocultan falsos valores. El otro es el de no perder, en el proceso de transición hacia una cultura diferente, el orgullo de la pertenencia a sus orígenes, el sentido de identidad. Con el pretexto de “civilizarlos” a veces se les ha inculcado cierta vergüenza hacia los suyos, sus ancianos, su pasado. Una persona que se siente incomoda con lo que es, que quisiera ser otra, que disimula su origen, es una persona acomplejada, posiblemente candidata a la esquizofrenia. Hay muchos indígenas que, migrando a la ciudad, han adquirido este complejo, convirtiéndose en personas inseguras, con una bajísima autoestima.

Los indígenas urbanos son cada más numerosos, pero lamentablemente ocupan un sitio insignificante en los proyectos pastorales de la Iglesia católica. Es urgente llenar el vacío.